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Jorge Luis Borges, sobre estilo

Haleth

Sweet dreams
Em espanhol, não achei o texto traduzido em pt.

LA SUPERSTICIOSA ÉTICA DEL LECTOR


La condición indigente de nuestras letras, su incapacidad de atraer, han producido una superstición del estilo, una distraída lectura de atenciones parciales. Los que adolecen de esa superstición entienden por estilo no la eficacia o la ineficacia de una página, sino las habilidades aparentes del escritor: sus comparaciones, su acústica, los episodios de su puntuación y de su sintaxis. Son indiferentes a la propia convicción o propia emoción: buscan tecniquerías (la palabra es de Miguel de Unamuno) que les informarán si lo escrito tiene el derecho o no de agradarles. Oyeron que la adjetivación no debe ser trivial y opinarán que está mal escrita una página si no hay sorpresas en la juntura de adjetivos con sustantivos, aunque su finalidad general esté realizada. Oyeron que la concisión es una virtud y tienen por conciso a quien se demora en diez frases breves y no a quien maneje una larga. (Ejemplos normativos de esa charlatanería de la brevedad, de ese frenesí sentencioso, pueden buscarse en la dicción del célebre estadista danés Polonio, de Hamlet, o del Polonio natural, Baltasar Gracián.) Oyeron que la cercana repetición de unas sílabas es cacofónica y simularán que en prosa les duele, aunque en verso les agencie un gusto especial, pienso que simulado también. Es decir, no se fijan en la eficacia del mecanismo, sino en la disposición de sus partes. Subordinan la emoción a la ética, a una etiqueta indiscutida más bien. Se ha generalizado tanto esa inhibición que ya no van quedando lectores, en el sentido ingenuo de la palabra, sino que todos son críticos potenciales.

Tan recibida es esta superstición que nadie se atreverá a admitir ausencia de estilo, en obras que lo tocan, máxime si son clásicas. No hay libro bueno sin su atribución estilística, de la que nadie puede prescindir —excepto su escritor. Séanos ejemplo el Quijote. La crítica, española, ante la probada excelencia de esa novela, no ha querido pensar que su mayor (y tal vez único irrecusable) valor fuera el psicológico, y le atribuye dones de estilo, que a muchos parecerán misteriosos. En verdad, basta revisar unos párrafos del Quijote para sentir que Cervantes no era estilista (a lo menos en la presente acepción acústico-decorativa de la palabra) y que le interesaban demasiado los destinos de Quijote y de Sancho para dejarse distraer por su propia voz. La Agudeza y arte de ingenio de Baltasar Gracián –tan laudativa de otras prosas que narran, como la del Guzmán de Alfarache– no se resuelve a acordarse de Don Quijote. Quevedo versifica en broma su muerte y se olvida de él. Se objetará que los dos ejemplos son negativos; Leopoldo Lugones, en nuestro tiempo, emite un juicio explícito: “El estilo es la debilidad de Cervantes, y los estragos causados por su influencia han sido graves. Pobreza de color, inseguridad de estructura, párrafos jadeantes que nunca aciertan con el final, desenvolviéndose en convólvulos interminables; repeticiones, falta de proporción, ese fue el legado de los que no viendo sino en la forma la suprema realización de la obra inmortal, se quedaron royendo la cáscara cuyas rugocidades escondían la fortaleza y el sabor” (El imperio jesuítico, página 59). También nuestro Groussac: “Si han de describirse las cosas como son, deberemos confesar que una buena mitad de la obra es de forma por demás floja y desaliñada, la cual harto justifica lo del humilde idioma que los rivales de Cervantes le achacaban. Y con esto no me refiero única ni principalmente a las impropiedades verbales, a las intolerables repeticiones o retruécanos ni a los retazos de pesada grandilocuencia que nos abruman, sino a la contextura generalmente desmayada de esa prosa de sobremesa” (Crítica literaria, página 41). Prosa de sobremesa, prosa conversada y no declamada, es la de Cervantes, y otra no le hace falta. Imagino que esa misma observación será justiciera en el caso de Dostoievski o de Montaigne o de Samuel Butler.

Esta vanidad del estilo se ahueca en otra más patética vanidad, la de la perfección. No hay un escritor métrico, por casual y nulo que sea, que no haya cincelado (el verbo suele figurar en su conversación) su soneto perfecto, monumento minúsculo que custodia su posible inmortalidad, y que las novedades y aniquilaciones del tiempo deberán respetar. Se trata de un soneto sin ripios, generalmente, pero que es un ripio todo él: es decir, un residuo, una inutilidad. Esa falacia en perduración (Sir Thomas Browne: Urn Burial) ha sido formulada y recomendada por Flaubert en esta sentencia: La corrección (en el sentido más elevado de la palabra) obra con el pensamiento lo que obraron las aguas de la Estigia con el cuerpo de Aquiles: lo hacen invulnerable e indestructible (Correspondance, II, pág. 199). El juicio es terminante, pero no ha llegado hasta mí ninguna experiencia que lo confirme. (Prescindo de las virtudes tónicas de la Estigia; esa reminiscencia infernal no es un argumento, es un énfasis.) La página de perfección, la página de la que ninguna palabra puede ser alterada sin daño, es la más precaria de todas. Los cambios del lenguaje borran los sentidos laterales y los matices; la página “perfecta” es la que consta de esos delicados valores y la que con facilidad mayor se desgasta. Inversamente, la página que tiene, vocación de inmortalidad puede atravesar el fuego de las erratas, de las versiones aproximativas, de las distraídas lecturas, de las incomprensiones, sin dejar el alma en la prueba. No se puede impunemente variar (así lo afirman quienes restablecen su texto) ninguna línea de las fabricadas por Góngora; pero el Quijote gana póstumas batallas contra sus traductores y sobrevive a toda descuidada versión. Heine, que nunca lo escuchó en español, lo pudo celebrar para siempre. Más vivo es el fantasma alemán o escandinavo o indostánico del Quijote que los ansiosos artificios verbales del estilista.

Yo no quisiera que la moralidad de esta comprobación fuera entendida como de desesperación o nihilismo. Ni quiero fomentar negligencias ni creo en una mística virtud de la frase torpe y del epíteto chabacano. Afirmo que, la voluntaria emisión de esos dos o tres agrados menores –distracciones oculares de la metáfora, auditivas del ritmo y sorpresivas ele la interjección o el hipérbaton– suele probarnos que la pasión del tema tratado manda en el escritor, y eso es todo. La asperidad de una frase le es tan indiferente a la genuina literatura como su suavidad. La economía prosódica no es menos forastera del arte que la caligrafía o la ortografía o la puntuación: certeza que los orígenes judiciales de la retórica y los musicales del canto nos escondieron siempre. La preferida equivocación de la literatura de hoy es el énfasis. Palabras definitivas, palabras que postulan sabidurías adivinas o angélicas o resoluciones de una más que humana firmeza –único, nunca, siempre, todo, perfección, acabado– son del comerció habitual de todo escritor. No piensan que decir de más una cosa es tan de inhábiles como no decirla del todo, y que la descuidada generalización e intensificación es una pobreza y que así la siente el lector. Sus imprudencias causan una depreciación del idioma. Así ocurre en francés, cuya locución Je suis navré suele significar No iré a tomar el té con ustedes, y cuyo aimer ha sido rebajado a gustar. Ese hábito hiperbólico del francés está en su lenguaje escrito asimismo: Paul Valéry, héroe de la lucidez que organiza, traslada unos olvidables y olvidados renglones de Lafontaine y asevera de ellos (contra alguien): ces plus beaux vers du monde (Variété, 84).

Ahora quiero acordarme del porvenir y no del pasado. Ya se practica la lectura en silencio, síntoma venturoso. Ya hay lector callado de versos. De esa capacidad sigilosa a tina escritura puramente ideográfica –directa comunicación de experiencias, no de sonidos– hay una distancia incansable, pero siempre menos dilatada que el porvenir. Releo estas negaciones y pienso: Ignoro si la música sabe desesperar de la música y si el mármol del mármol, pero la literatura es un arte que sabe profetizar aquel tiempo en que habrá enmudecido, y encarnizarse con la propia virtud y enamorarse de la propia disolución y cortejar su fin.


1931
 
Olá coleguinhas, eu ensaiei uma tradução, acho que não ficou muito legal, mas, enfim... Como o próprio autor disse que o que importa é a "mensagem"... :happyt:

As frases em que não encontrei uma solução legal ficaram em itálico, então se alguém se dignar a ajudar... :)


A ÉTICA SUPERSTICIOSA DO LEITOR


A condição indigente de nossas letras, sua incapacidade de atrair, têm produzido uma superstição do estilo, uma leitura distraída de atenções parciais. Os que adolescem dessa superstição entendem por estilo não a eficácia ou a ineficácia de uma página, senão as habilidades aparentes do escritor: suas comparações, sua sonoridade, os episódios de sua pontuação e de sua sintaxe. São indiferentes à própria convicção ou à própria emoção: buscam tecnicagens (a palavra é de Miguel de Unamuno) que lhes informarão se o escrito tem o direito ou não de agradá-los. Ouviram que a adjetivação não deve ser trivial e opinarão que está mal escrita uma página se não houver surpresas na junção de adjetivos com sustantivos, ainda que sua finalidade geral esteja realizada. Ouviram que a concisão é uma virtude e têm por conciso quem perca tempo em dez frases breves e não maneje uma longa. (Exemplos normativos dessa charlatanice da brevidade, desse frenesí sentencioso, podem ser buscado na dicção do célebre estadista dinamarquês Polonio, de Hamlet, ou Polonio natural, Baltasar Gracián.) Ouviram que a repetição próxima de sílabas é cacofônica e fingirão que lhes dói em prosa, ainda que em verso lhes dê um gosto especial, penso que simulado também. Ou seja, não se fixam na eficácia do mecanismo, mas na disposição de suas partes. Subordinam a emoção à ética, a uma etiqueta melhor e indiscutível. Foi tão generalizada essa inibição que não sobraram leitores, no sentido ingênuo da palavra, e agora todos são críticos em potencial.

Tão bem recebida é essa superstição que ninguém se atreverá a admitir ausência de estilo, em obras que lhes toquem, ainda mais se forem clássicas. Não há livro bom sem sua atribuição estilística, aquela que ninguém possa prescindir — exceto seu escritor. Sejamos exemplo Dom Quixote. A crítica, espanhola, frente a provada excelência dessa novela, não quis pensar que seu maior (e talvez o único irrecusável) valor fora o psicológico, e lhes atribuem dons de estilo, que a muitos parecerão misteriosos. Em verdade, basta revisar poucos páragrafos de Dom Quixote para sentir que Cervantes não era estilista (ao menos na presente acepção acústico-decorativa da palavra) e que demasiado lhe interessava os destinos de Quixote e Sancho para se deixar distrair por sua própria voz. A agudeza e arte de gênio de Baltasar Gracián – tão laudatória de outras prosas narrativas, como a de Guzmán de Alfarache – não se decide a concordar com Dom Quixote. Quevedo zomba de sua morte e dele se esquece. Se esquecerá que os dois exemplos são negativos; Leopoldo Lugones, em nosso tempo, emite um juízo explícito: “O estilo é a debilidade de Cervantes, e os estragos causados por sua influência foram graves. Pobreza de cor, insegurança de estrutura, parágrafos arquejantes que nunca combinam com seu final, desenvolvendo-se em convólvulos intermináveis; repetições, falta de proporção, esse foi o legado dos que não vendo além da forma a suprema realização da obra imortal, ficaram roendo a casca cujas rugosidades escondiam a fortaleza e o sabor” (El imperio jesuítico, página 59). Também nosso Groussac: “Se devem ser descritas as coisas como são, devemos confessar que uma boa metade da obra é de pronto solta e desalinhada, cuja falha justifica o humilde idioma que os rivais de Cervantes lhe responsabilizam (?). E com isso não me refiro nem única nem principalmente às propriedades verbais, às intoleráveis repetições nem aos trocadilhos nem aos petardos de pesada grandiloquência que nos empurram, senão ao contexto geralmente frágil dessa prosa de escrivaninha (?)” (Crítica literaria, página 41). Prosa de escrivaninha, prosa conversada e não declamada, é a de Cervantes, e outra não lhe faz falta. Imagino que essa mesma observação será justiceira no caso de Dostoievski ou de Montaigne ou de Samuel Butler.

Esta vaidade de estilo se converte em outra mais patética, a da perfeição. Não há um escritor métrico, por casual e nulo que seja, que não haja cinzelado (o verbo sugere figurar em sua conversação) seu soneto perfeito, monumento minúsculo que custodia sua possível imortalidade, e que as novidades e aniquilações do tempo deverão respeitar. Se trata de um soneto sem falhas, geralmente, mas que é uma falha ele todo: é dizer, um resíduo, uma inutilidade. Essa falácia em persistência (Sir Thomas Browne: Urn Burial) fora formulada e recomendada por Flaubert nesta sentença: A correção (no sentido mais elevado da palavra) trabalha no pensamento o que trabalharam as águas da Estigia no corpo de Aquiles: o fazem invulnerável e indestrutível (Correspondance, II, pág. 199). O juízo é estrito, mas não chegou a nenhuma experiência que o confirme. (Renuncio das virtudes tônicas da Estigia; essa lembrança infernal não é um argumento, é uma ênfase.) A página perfeita, a página da qual nenhum palavra pode ser alterada sem dano, é a mais precária de todas. Os vícios de linguagem borram os sentidos literais e as matizes; a página “perfeita” é a que consta desses delicados valores e a que com mais facilidade se desgasta. Inversamente, a página que tem vocação de imortalidade pode atravessar o fogo das erratas, das versão adaptadas, das leituras distraídas, das incompreensões, sem dar sua alma à prova. Não se pode impunemente variar (assim o afirmam quem restitui seu texto) nenhuma linha daquelas fabricadas por Góngora; mas Dom Quixote vence batalhas póstumas contra seus tradutores e sobrevive a toda versão descuidada. Heine, que nunca o escutou em espanhol, o pôde celebrar para sempre. Mais vivo é o fantasma alemão ou escandinavo ou industão de Quixote que os ansiosos artifícios verbais do estilista.

Eu não gostaria que a moralidade desta comprovação fosse entendida como de desespero ou niilismo. Nem quero fomentar negligâncias nem creio em uma virtude mística da frase torpe e do epíteto vulgar. Afirmo que, a voluntária difusão desses dois ou três agrados menores – distrações oculares da metáfora, auditivas do ritmo e surpreendentes elementos da interjeição ou a hipérbole – só nos provam que a paixão do tema tratado manda no escritor, e isso é tudo. A asperidade de uma frase é tão indiferente à genuína literatura quanto sua suavidade. A economia da prosa não é menos estranha à arte que a caligrafía ou a ortografía ou a pontuação: certeza que as origens judiciais da retórica e os musicais de canto sempre nos esconderam. O equívoco preferido da literatura de hoje é a ênfase. Palavras definitivas, palavras que postulam sabedoria divina ou angélica ou resolução de uma mais-que-humana firmeza – única, nunca, sempre, toda, perfecção, acabado – são do trato habitual de todo escritor. Não pensam que falar demais uma coisa é tão ineficaz quanto não dizê-la de jeito nenhum, e que a generalização e intensificação descuidada é um pobreza que assim a sente o leitor. Suas imprudências causam uma depreciação do idioma. Asim ocorre em francês, cuja locução Je suis navré pode significar Não tomarei o chá com você, e cujo aimer fora rebaixado a gostar. Esse hábito hiperbólico do francês está em sua linguagem escrita assim mesmo: Paul Valéry, herói da lucidez que organiza, traduz umas esquecíveis e esquecidas linhas de Lafontaine e as assegura (contra alguém): ces plus beaux vers du monde (Variété, 84).

Agora quero acertar-me com o futuro e não com o passado. Já se pratica a leitura em silêncio, sintoma venturoso. Já hão leitores silenciosos de versos. Dessa capacidade sigilosa à plena escritura puramente ideográfica – direta comunicação de experiências, não de sons – há uma distância enorme, mas sempre menos distante que o futuro. Releio estas negações e penso: Ignoro se a música sabe fugir da música e se o mármore do mármore, mas a literatura é uma arte que sabe profetizar aquele tempo em que se terá emudecido, e encarniçar-se com a própria virtude e enamorar-se da própria dissolução e cortejar seu fim.
 
Texto muito interessante. É difícil discordar do Borges porque é o Borges, mas acho que muitos pontos que ele levanta podem retirar o valor da boa prosa, embora eu também não seja muito fã dos estilistas. Assumo o meio termo: estilística boa é aquela que está lá, mas que lendo não se percebe.
 

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